Había una vez dos ranas que cayeron en un recipiente de nata. Inmediatamente se dieron cuenta de que se hundían: era imposible nadar o flotar demasiado tiempo en esa masa espesa como arenas movedizas. Al principio, las dos ranas patalearon en la nata para llegar al borde del recipiente. Pero era inútil; sólo conseguían chapotear en el mismo lugar y hundirse. Sentían que cada vez era más difícil salir a la superficie y respirar. Una de ellas dijo en voz alta: “No puedo más. Es imposible salir de aquí. En esta materia no se puede nadar. Ya se que voy a morir, no veo por qué prolongar este sufrimiento. No entiendo que sentido tiene morir agotada por un esfuerzo estéril”. Dicho esto, dejo de patalear y se hundió con rapidez, siendo literalmente tragada por el espeso liquido blanco. La otra rana, más persistente, o quizás más tozuda, se dijo: “¡No hay manera! Nada se puede hacer para avanzar en esta cosa. Sin embargo, aunque se acerque la muerte, prefiero luchar hasta mi último aliento. No quiero morir ni un segundo antes de que llegue mi hora”. Siguió pataleando y chapoteando siempre en el mismo lugar, sin avanzar ni un solo centímetro, durante horas y horas. Y, de pronto, de tanto patalear y batir las ancas, agitar y patalear, la nata se convirtió en mantequilla. Sorprendida, la rana dio un salto y, patinando, llego hasta el borde del recipiente. Desde allí, pudo volver a casa croando alegremente.
Jorge Bucay.