"Vuelva usted mañana (artículo del
Bachiller)"
Mariano José de Larra.
Gran persona debió de
ser el primero que llamó pecado mortal a la pereza. Nosotros, que ya en uno de
nuestros artículos anteriores estuvimos más serios de lo que nunca nos habíamos
propuesto, no entraremos ahora en largas y profundas investigaciones acerca de
la historia de este pecado, por más que conozcamos que hay pecados que pican en
historia, y que la historia de los pecados sería un tanto cuanto divertida.
Convengamos solamente en que esta institución ha cerrado y cerrará las puertas
del cielo a más de un cristiano.
Estas reflexiones hacía yo casualmente no hace muchos días, cuando se
presentó en mi casa un extranjero de estos que, en buena o en mala parte, han
de tener siempre de nuestro país una idea exagerada e hiperbólica; de éstos
que, o creen que los hombres aquí son todavía los espléndidos, francos,
generosos y caballerescos seres de hace dos siglos, o que son aún las tribus
nómadas del otro lado del Atlante: en el primer caso vienen imaginando que
nuestro carácter se conserva tan intacto como [nuestras ruinas] nuestra ruina;
en el segundo vienen temblando por esos caminos, y preguntan si son los
ladrones que los han de despojar los individuos de algún cuerpo de guardia
establecido precisamente para defenderlos de los azares de un camino, comunes a
todos los países.
Verdad es que nuestro país no es de aquellos que se conocen a primera ni a
segunda vista, y si no temiéramos que nos llamasen atrevidos, lo [comparáramos]
compararíamos de buena gana a esos juegos de manos sorprendentes e inescrutables
para el que ignora su artificio, que estribando en una grandísima bagatela,
suelen después de sabidos dejar asombrado de su poca perspicacia al mismo que
se devanó los sesos por buscarles causas extrañas. Muchas veces la falta de una
causa determinante en las cosas nos hace creer que debe de haberlas profundas
para mantenerlas al abrigo de nuestra penetración. Tal es el orgullo del
hombre, que más quiere declarar en alta voz que las cosas son incomprensibles
cuando no las comprende él, que confesar que el ignorarlas puede depender de su
torpeza.
Esto no obstante, como quiera que entre nosotros mismos se hallen muchos en
esta ignorancia de los verdaderos resortes que nos mueven, no tendremos derecho
para extrañar que los extranjeros no los puedan tan fácilmente penetrar.
Un extranjero de éstos fué el que se presentó en mi casa, provisto de
competentes cartas de recomendación para mi persona. Asuntos intrincados de
familia, reclamaciones futuras, y aun proyectos vastos concebidos en París de
invertir aquí sus cuantiosos caudales en tal cual especulación industrial o
mercantil, eran los motivos que a nuestra patria le conducían.
Acostumbrado a la actividad en que viven nuestros vecinos, me aseguró
formalmente que pensaba permanecer aquí muy poco tiempo, sobre todo si no
encontraba pronto objeto seguro en que invertir su capital. Parecióme el
extranjero digno de alguna consideración, trabé presto amistad con él, y lleno
de lástima traté de persuadirle a que se volviese a su casa cuanto antes,
siempre que seriamente trajese otro fin que no fuese el de pasearse. Admiróle
la proposición, y fué preciso explicarme más claro.
--Mirad --le dije--, monsieur Sans-délai, que así se llamaba; vos venís
decidido a pasar quince días, y a solventar en ellos vuestros asuntos.
--Ciertamente --me contestó--. Quince días, y es mucho. Mañana por la mañana
buscamos un genealogista para mis asuntos de familia; por la tarde revuelve sus
libros, busca mis ascendientes, y por la noche ya sé quién soy. En cuanto a mis
reclamaciones, pasado mañana las presento fundadas en los datos que aquél me
dé, legalizados en debida forma; y como será una cosa clara y de justicia
innegable (pues sólo en este caso haré valer mis derechos), al tercer día se
juzga el caso y soy dueño de lo mío. En cuanto a mis especulaciones, en que
pienso invertir mis caudales, al cuarto día ya habré presentado mis
proposiciones. Serán buenas o malas, y admitidas o desechadas en el acto, y son
cinco días; en el sexto, séptimo y octavo, veo lo que hay que ver en Madrid;
descanso el noveno; el décimo tomo mi asiento en la diligencia, si no me
conviene estar más tiempo aquí, y me vuelvo a mi casa; aún me sobran de los
quince, cinco días.
Al llegar aquí monsieur Sans-délai, traté de reprimir una carcajada que me
andaba retozando ya hacía rato en el cuerpo, y si mi educación logró sofocar mi
inoportuna jovialidad, no fué bastante a impedir que se asomase a mis labios
una suave sonrisa de asombro y de lástima que sus planes ejecutivos me sacaban
al rostro mal de mi grado.
--Permitidme, monsieur Sans-délai --le dije entre socarrón y formal--,
permitidme que os convide a comer para el día en que llevéis quince meses de
estancia en Madrid.
--¿Cómo?
--Dentro de quince meses estáis aquí todavía.
--¿Os burláis?
--No por cierto.
--¿No me podré marchar cuando quiera? ¡Cierto que la idea es graciosa!
--Sabed que no estáis en vuestro país activo y trabajador.
--¡Oh!, los españoles que han viajado por el extranjero han adquirido la
costumbre de hablar mal [siempre] de su país por hacerse superiores a sus
compatriotas.
--Os aseguro que en los quince días con que contáis, no habréis podido hablar
siquiera a una sola de las personas cuya cooperación necesitáis.
--¡Hipérboles! Yo les comunicaré a todos mi actividad.
--Todos os comunicarán su inercia.
Conocí que no estaba el señor de Sans-délai muy dispuesto a dejarse
convencer sino por la experiencia, y callé por entonces, bien seguro de que no
tardarían mucho los hechos en hablar por mí.
Amaneció el día siguiente, y salimos entrambos a buscar un genealogista, lo
cual sólo se pudo hacer preguntando de amigo en amigo y de conocido en
conocido; encontrámosle por fin, y el buen señor, aturdido de ver nuestra
precipitación, declaró francamente que necesitaba tomarse algún tiempo;
instósele, y por mucho favor nos dijo definitivamente que nos diéramos una
vuelta por allí dentro de unos días. Sonreíme y marchámonos. Pasaron tres días:
fuimos.
--Vuelva usted mañana --nos respondió la criada--, porque el señor no se ha
levantado todavía.
--Vuelva usted mañana --nos dijo al siguiente día--, porque el amo acaba de
salir.
--Vuelva usted mañana --nos respondió al otro--, porque el amo está durmiendo
la siesta.
--Vuelva usted mañana --nos respondió el lunes siguiente--, porque hoy ha ido a
los toros.
--¿Qué día, a qué hora se ve a un español? Vímosle por fin, y Vuelva usted
mañana --nos dijo--, porque se me ha olvidado. Vuelva usted mañana, porque no
está en limpio.
A los quince días ya estuvo; pero mi amigo le había pedido una noticia del
apellido Díez, y él había entendido Díaz y la noticia no servía. Esperando
nuevas pruebas, nada dije a mi amigo, desesperado ya de dar jamás con sus
abuelos.
Es claro que faltando este principio no tuvieron lugar las reclamaciones.
Para las proposiciones que acerca de varios establecimientos y empresas
utilísimas pensaba hacer, había sido preciso buscar un traductor; por los
mismos pasos que el genealogista nos hizo pasar el traductor; de mañana en
mañana nos llevó hasta el fin del mes. Averiguamos que necesitaba dinero
diariamente para comer, con la mayor urgencia; sin embargo, nunca encontraba
momento oportuno para trabajar. El escribiente hizo después otro tanto con las
copias, sobre llenarlas de mentiras, porque un escribiente que sepa escribir no
le hay en este país.
No paró aquí; un sastre tardó veinte días en hacerle un frac, que le había
mandado llevarle en veinticuatro horas; el zapatero le obligó con su tardanza a
comprar botas hechas; la planchadora necesitó quince días para plancharle una
camisola; y el sombrerero, a quien le había enviado su sombrero a variar el
ala, le tuvo dos días con la cabeza al aire y sin salir de casa.
Sus conocidos y amigos no le asistían a una sola cita, ni avisaban cuando
faltaban, ni respondían a sus esquelas. ¡Qué formalidad y qué exactitud!
--¿Qué os parece de esta tierra, monsieur Sans-délai? --le dije al llegar a
estas pruebas.
--Me parece que son hombres singulares...
--Pues así son todos. No comerán por no llevar la comida a la boca.
Presentóse con todo, yendo y viniendo días, una proposición de mejoras para
un ramo que no citaré, quedando recomendada eficacísimamente.
A los cuatro días volvimos a saber el éxito de nuestra pretensión.
--Vuelva usted mañana --nos dijo el portero--. El oficial de la mesa no ha
venido hoy.
--Grande causa le habrá detenido --dije yo entre mí. Fuímonos a dar un paseo, y
nos encontramos, ¡qué casualidad! al oficial de la mesa en el Retiro,
ocupadísimo en dar una vuelta con su señora al hermoso sol de los inviernos
claros de Madrid.
Martes era el día siguiente, y nos dijo el portero:
--Vuelva usted mañana, porque el señor oficial de la mesa no da audiencia
hoy.
--Grandes negocios habrán cargado sobre él--, dije yo.
Como soy el diablo y aun he sido duende, busqué ocasión de echar una ojeada
por el agujero de una cerradura. Su señoría estaba echando un cigarrito al
brasero, y con una charada del
Correo entre manos que le debía costar
trabajo [acertar] el acertar.
--Es imposible verle hoy --le dije a mi compañero--; su señoría está, en
efecto, ocupadísimo.
Diónos audiencia el miércoles inmediato, y ¡qué fatalidad! el expediente
había pasado a informe, por desgracia, a la única persona enemiga indispensable
de monsieur y [su plan] de su plan, porque era quien debía salir en él
perjudicado. Vivió el expediente dos meses en informe, y vino tan informado
como era de esperar. Verdad es que nosotros no habíamos podido encontrar empeño
para una persona muy amiga del informante. Esta persona tenía unos ojos muy
hermosos, los cuales sin duda alguna le hubieran convencido en sus ratos
perdidos de la justicia de nuestra causa.
Vuelto de informe, se cayó en la cuenta en la sección de nuestra bendita
oficina de que el tal expediente no correspondía a aquel ramo; era preciso
rectificar este pequeño error; pasóse al ramo, establecimiento y mesa
correspondiente, y hétenos caminando después de tres meses a la cola siempre de
nuestro expediente, como hurón que busca el conejo, y sin poderlo sacar muerto
ni vivo de la huronera. Fué el caso al llegar aquí que el expediente salió del
primer establecimiento y nunca llegó al otro.
--De aquí se remitió con fecha de tantos --decían en uno.
--Aquí no ha llegado nada --decían en otro.
--¡Voto va! --dije yo a monsieur Sans-délai-- ¿sabéis que nuestro expediente se
ha quedado en el aire como el alma de Garibay, y que debe de estar ahora posado
como una paloma sobre algún tejado de esta activa población?
Hubo que hacer otro. ¡Vuelta a los empeños! ¡Vuelta a la prisa! ¡Qué
delirio!
--Es indispensable --dijo el oficial con voz campanuda--, que esas cosas
vayan por sus trámites regulares.
Es decir, que el toque estaba, como el toque del ejercicio militar, en
llevar nuestro expediente tantos o cuantos años de servicio.
Por último, después de cerca de medio año de subir y bajar, y estar a la
firma o al informe, o a la aprobación, o al despacho, o debajo de la mesa, y de
volver siempre mañana, salió con una notita al margen que decía:
"A pesar de la justicia y utilidad del plan del exponente, negado".
--¡Ah, ah, monsieur Sans-délai! --exclamé riéndome a carcajadas--; éste es
nuestro negocio.
Pero monsieur Sans-délai se daba a todos los oficinistas, que es como si
dijéramos a todos los diablos.
--¿Para esto he echado yo viaje tan largo? ¿Después de seis meses no habré
conseguido sino que me digan en todas partes diariamente:
Vuelva usted
mañana? ¿Y cuando este dichoso
mañana llega, en fin, nos dicen
redondamente que
no? ¿Y vengo a darles dinero? ¿Y vengo a hacerles
favor? Preciso es que la intriga más enredada se haya fraguado para oponerse a
nuestras miras.
--¿Intriga, monsieur Sans-délai? No hay hombre capaz de seguir dos horas una
intriga. La pereza es la verdadera intriga; os juro que no hay otra; ésa es la
gran causa oculta: es más fácil negar las cosas que enterarse de ellas.
Al llegar aquí, no quiero pasar en silencio algunas razones de las que me
dieron para la anterior negativa, aunque sea una pequeña digresión.
--Ese hombre se va a perder --me decía un personaje muy grave y muy
patriótico.
--Esa no es una razón --le repuse--; si él se arruina, nada, nada se habrá
perdido en concederle lo que pide; él llevará el castigo de su osadía o de su
ignorancia.
--¿Cómo ha de salir con su intención?
--Y suponga usted que quiere tirar su dinero y perderse; ¿no puede uno aquí
morirse siquiera, sin tener un empeño para el oficial de la mesa?
--Puede perjudicar a los que hasta ahora han hecho de otra manera eso mismo que
ese señor extranjero quiere [hacer].
--¿A los que lo han hecho de otra manera, es decir, peor?
--Sí, pero lo han hecho.
--Sería lástima que se acabara el modo de hacer mal las cosas. Conque, porque
siempre se han hecho las cosas del modo peor posible, ¿será preciso tener
consideraciones con los perpetuadores del mal? Antes se debiera mirar si
podrían perjudicar los antiguos al moderno.
--Así está establecido; así se ha hecho hasta aquí; así lo seguiremos haciendo.
--Por esa razón deberían darle a usted papilla todavía como cuando nació.
--En fin, señor [Bachiller] Fígaro, es un extranjero.
--¿Y por qué no lo hacen los naturales del país?
--Con esas socaliñas vienen a sacarnos la sangre.
--Señor mío --exclamé, sin llevar más adelante mi paciencia--, está usted en un
error harto general. Usted es como muchos que tienen la diabólica manía de
empezar siempre por poner obstáculos a todo lo bueno, y el que pueda que los
venza. Aquí tenemos el loco orgullo de no saber nada, de quererlo adivinar todo
y no reconocer maestros. Las naciones que han tenido, ya que no el saber,
deseos de él, no han encontrado otro remedio que el de recurrir a los que
sabían más que ellas.
Un extranjero --seguí --que corre a un país que le es desconocido, para
arriesgar en él sus caudales, pone en circulación un capital nuevo, contribuye
a la sociedad, a quien hace un inmenso beneficio con su talento y su dinero. Si
pierde, es un héroe; si gana, es muy justo que logre el premio de su trabajo,
pues nos proporciona ventajas que no podíamos acarrearnos solos. Ese extranjero
que se establece en este país, no viene a sacar de él el dinero, como usted
supone; necesariamente se establece y se arraiga en él, y a la vuelta de media
docena de años, ni es extranjero ya, ni puede serlo; sus más caros intereses y
su familia le ligan al nuevo país que ha adoptado; toma cariño al suelo donde
ha hecho su fortuna, al pueblo donde ha escogido una compañera; sus hijos son
españoles, y sus nietos lo serán; en vez de extraer el dinero, ha venido a
dejar un capital suyo que traía, invirtiéndole y haciéndole producir; ha dejado
otro capital de talento, que vale por lo menos tanto como el del dinero; ha
dado de comer a los pocos o muchos naturales de quien ha tenido necesariamente
que valerse; ha hecho una mejora, y hasta ha contribuído al aumento de la
población con su nueva familia. Convencidos de estas importantes verdades,
todos los gobiernos sabios y prudentes han llamado a sí a los extranjeros: a su
grande hospitalidad ha debido siempre la Francia su alto grado de esplendor; a
los extranjeros de todo el mundo que ha llamado la Rusia, ha debido el llegar a
ser una de las primeras naciones en muchísimo menos tiempo que el que han
tardado otras en llegar a ser las últimas; a los extranjeros han debido los
Estados Unidos... Pero veo por sus gestos de usted --concluí interrumpiéndome
oportunamente a mí mismo-- que es muy difícil convencer al que está persuadido
de que no se debe convencer. ¡Por cierto, si usted mandara, podríamos fundar en
usted grandes esperanzas! [La fortuna es que hay hombres que mandan más
ilustrados que usted, que desean el bien de su país, y dicen: "Hágase el milagro
y hágalo el diablo." Con el Gobierno que en el día tenemos, no estamos ya
en el caso de sucumbir a los ignorantes o a los malintencionados, y quizá ahora
se logre que las cosas vayan a mejor, aunque despacio, mal que les pese a los
batuecos.]
Concluída esta filípica, fuíme en busca de mi Sans-délai.
--Me marcho, señor [Bachiller] Fígaro--me dijo--. En este país no hay tiempo
para hacer nada; sólo me limitaré a ver lo que haya en la capital de más
notable.
--¡Ay! mi amigo --le dije--, idos en paz, y no queráis acabar con vuestra poca
paciencia; mirad que la mayor parte de nuestras cosas no se ven.
--¿Es posible?
--¿Nunca me habéis de creer? Acordáos de los quince días...
Un gesto de monsieur Sans-délai me indicó que no le había gustado el
recuerdo.
--
Vuelva usted mañana--nos decían en todas partes--, porque hoy no se
ve.
--Ponga usted un memorialito para que le den a usted permiso especial.
Era cosa de ver la cara de mi amigo al oír lo del memorialito:
representábasele en la imaginación el informe, y el empeño, y los seis meses,
y... Contentóse con decir: --
Soy [un] extranjero--. ¡Buena recomendación
entre los amables compatriotas míos!
Aturdíase mi amigo cada vez más, y cada vez nos comprendía menos. Días y
días tardamos en ver [a fuerza de esquelas y de
volver] las pocas
rarezas que tenemos guardadas. Finalmente, después de medio año largo, si es
que puede haber un medio año más largo que otro, se restituyó mi recomendado a
su patria maldiciendo de esta tierra, y dándome la razón que yo ya antes me
tenía, y llevando al extranjero noticias excelentes de [las] nuestras
costumbres [de nuestros batuecos]; diciendo, sobre todo, que en seis meses no
había podido hacer otra cosa sino
volver siempre mañana, y que a la
vuelta de tanto
mañana, eternamente futuro, lo mejor, o más bien lo
único que había podido hacer bueno, había sido marcharse.
¿Tendrá razón, perezoso lector (si es que has llegado ya a esto que estoy
escribiendo), tendrá razón el buen monsieur Sans-délai en hablar mal de
nosotros y de nuestra pereza? ¿Será cosa de que vuelva el día de
mañana
con gusto a visitar nuestros hogares? Dejemos esta cuestión para mañana, porque
ya estarás cansado de leer hoy: si mañana u otro día no tienes, como sueles,
pereza de volver a la librería, pereza de sacar tu bolsillo y pereza de abrir
los ojos para hojear [los pocos folletos] que tengo que darte [ya], te contaré
cómo a mí mismo, que todo esto veo y conozco y callo mucho más, me ha sucedido
muchas veces, llevado de esta influencia, hija del clima y
de otras causas,
perder de pereza más de una conquista amorosa; abandonar más de una pretensión
empezada y las esperanzas de más de un empleo, que me hubiera sido acaso, con
más actividad, poco menos que asequible; renunciar, en fin, por pereza de hacer
una visita justa o necesaria, a relaciones sociales que hubieran podido valerme
de mucho en el transcurso de mi vida; te confesaré que no hay negocio que pueda
hacer hoy que no deje para mañana; te referiré que me levanto a las once, y
duermo siesta; que paso haciendo el quinto pie de la mesa de un café, hablando
o roncando, como buen español, las siete y las ocho horas seguidas; te añadiré
que cuando cierran el café, me arrastro lentamente a mi tertulia diaria (porque
de pereza no tengo más que una), y un cigarrito tras otro me alcanzan clavado
en un sitial, y bostezando sin cesar, las doce o la una de la madrugada; que
muchas noches no ceno de pereza, y de pereza no me acuesto; en fin, lector de
mi alma, te declararé que de tantas veces como estuve en esta vida desesperado,
ninguna me ahorqué y siempre fué de pereza. Y concluyo por hoy confesándote que
ha más de tres meses que tengo, como la primera entre mis apuntaciones, el
título de este artículo, que llamé:
Vuelva usted mañana; que todas las
noches y muchas tardes he querido durante ese tiempo escribir algo en él, y
todas las noches apagaba mi luz diciéndome a mí mismo con la más pueril
credulidad en mis propias resoluciones:
¡Eh, mañana le escribiré! Da
gracias a que llegó por fin este
mañana, que no es del todo malo; pero
¡ay de aquel mañana que no ha de llegar jamás!
(
El Pobrecito Hablador, enero de1833)